El legado de Primakov en la política exterior rusa

Primakov en la imagen

Rusia perdió el pasado 26 de junio al principal arquitecto de su política exterior en la década de los noventa: Yevgueni Maximovich Primakov, “el Kissinger ruso”, como titulaba su obituario el Moscow Times.

La influencia de Primakov no se explica sólo por haber ocupado puestos tan relevantes como los de presidente de una de las cámaras del Soviet Supremo, responsable del Servicio de Inteligencia Exterior, ministro de Exteriores o primer ministro; sino también por haber llegado a la política cuando ya gozaba de gran prestigio como experto en Relaciones Internacionales. Conocedor del árabe, sus viajes por Oriente Medio como corresponsal de Pravda (en los que realizó misiones de diplomacia “no oficial” por encargo del gobierno) le convirtieron en parte de la reducida élite de ciudadanos soviéticos que habían vivido fuera del bloque comunista. Como científico, Primakov llegó a la cúspide de su profesión: académico de número de la Academia de Ciencias de la URSS y director de sus institutos de Economía Mundial y Relaciones Internacionales (IMEMO) y de Estudios Orientales, dos de los think tanks más reputados del país.

Sin ser en absoluto un disidente, en sus memorias Primakov se identifica con la crítica “desde dentro” al inmovilismo del régimen; una actitud extendida en centros como IMEMO, cuyos análisis llegaban a cuestionar la doctrina oficial gracias a una cultura de cierto debate interno y contactos con colegas occidentales. Su lealtad no se dirigía a los dogmas marxistas-leninistas, sino al interés nacional y el estatus de superpotencia de su país; en la línea de un realismo político no muy alejado del que predicaban a su vez Morgenthau o Kennan en el “principal oponente” (glavny protivnik, EE.UU. en la jerga burocrática soviética).

Como nacionalista ruso en el fondo, Primakov fue hostil a las reivindicaciones soberanistas que dieron lugar a la disolución de la URSS, por considerar que las demás repúblicas habrían salido beneficiadas manteniendo un espacio económico integrado con Moscú. También se advierte en sus palabras una decepción con el papel de Washington en aquellos momentos, por no prestar a Rusia la ayuda económica necesaria en su dura transición al capitalismo y tratarla como un enemigo derrotado de cuya debilidad aprovecharse; un sentimiento de agravio que explica aún muchas de las reacciones del Kremlin:

“Algunas personas creyeron que [la disolución del Pacto de Varsovia y el COMECON] marcarían el inicio de la incorporación de Rusia al ‘mundo civilizado’, pero como una potencia de segundo orden. […] En ese caso, sus relaciones con EE.UU. tendrían que seguir el modelo de las de los países que perdieron la II Guerra Mundial, principalmente Alemania y Japón, que se convirtieron en aliados de América. Pero sus políticas de postguerra fueron controladas por Washington, sin que esto pareciera preocuparles”.

Sin embargo, pese a su imagen de “halcón” en los medios estadounidenses, Primakov representaba un consenso mayoritario en las élites políticas y la sociedad rusas, alejado tanto del inicial occidentalismo de Yeltsin (cuya prioridad era lograr apoyos externos a su permanencia en el poder) como del eurasianismo radical de quienes clamaban por reconquistar el imperio perdido. El nacionalismo moderado de los derzhavniki (defensores de la derzhavnost o estatus de Rusia como gran potencia) aspiraba a ejercer de nuevo una influencia regional y global, aunque ya no fuera posible recuperar la posición de la URSS. Más que tratar de superar el poder militar o económico de Washington y sus aliados, el objetivo sería ahora crear contrapesos a la hegemonía de aquellos, en un mundo multipolar con Rusia o China como centros de poder alternativos a Occidente.

La recuperación del equilibrio en política exterior, mediante una estrategia multivectorial en distintas áreas (como el espacio postsoviético, Europa Occidental, Oriente Medio o Asia-Pacífico) en lugar de centrarse en las relaciones con EE.UU., sería el núcleo de la “doctrina Primakov” impulsada tras su nombramiento como ministro de Exteriores en 1996. Esta idea ya había sido sugerida por él mismo a Gorbachov siete años antes, mientras le acompañaba en su visita a China:

“Recalqué que la fortaleza de nuestra política exterior residía en cooperar no sólo con un grupo aislado de Estados, sino con una amplia variedad de ellos, especialmente en Asia. Esta configuración haría también más fácil tratar con Occidente”.

En contraste con Yeltsin, incompetente como líder e incapacitado físicamente por su alcoholismo, Primakov apareció a partir de entonces ante la opinión pública rusa como el estadista que el país necesitaba para volver a ser respetado en el mundo; por ejemplo, con su gesto de hacer dar la vuelta a su avión (que se dirigía a EE.UU.) cuando fue informado del inicio de los bombardeos de la OTAN en la guerra de Kosovo. Sin embargo, esta firmeza se orientaba a reforzar su posición negociadora para detener la intervención aliada; evitando al mismo tiempo medidas abiertamente agresivas o rupturistas, como la implicación militar en el conflicto reclamada por la oposición comunista y ultranacionalista en la Duma.

El mejor testimonio del prestigio de Primakov es que sus oponentes en las tensas negociaciones sobre Kosovo o la ampliación de la OTAN (como Madeleine Albright, Strobe Talbott o Javier Solana) hayan coincidido en elogiarle tras su fallecimiento. Fue para ellos un duro interlocutor que defendió a ultranza los intereses de Rusia; pero con una visión coherente y estable de la política exterior, hábil para buscar acuerdos donde fuera posible, y cordial en el trato humano hasta ganarse el respeto de sus rivales. Un pragmatismo alejado de posiciones maximalistas del que también Putin fue heredero en un principio; y al que sería conveniente regresar ahora, como aconsejó el propio Primakov a comienzos de este año:

“¿Debe Rusia mantener la puerta abierta a actividades conjuntas con EE.UU. y los aliados de la OTAN si estas actividades se orientan a combatir amenazas reales para la humanidad, como el terrorismo, el tráfico de drogas, la expansión de los conflictos, etc.? Sin duda, sí. Sin esta [cooperación], perderíamos nuestro estatus de gran potencia.”

Artículo publicado en Euroasianet.es

 

Javier Morales

 

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Publicaciones de la redacción del observatorio.

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