Civilización en un mundo global

Cada vez que uno escucha o se dispone a utilizar la palabra civilización debería acudir a Toynbee y hojear su Estudio de la Historia. En su copiosa obra, el historiador identifica un pequeño número de sociedades a lo largo de la Historia – veintiuna – que según su análisis consiguieron conformar una civilización. Nadie debería atreverse a afirmar que la actual sociedad global está generando una nueva civilización. Y nadie tampoco debería de anunciar un cambio civilizatorio como el que planteó Felipe González en una de las enésimas reuniones de expertos europeos con las que se pretenden ofrecer propuestas sobre la crisis de la deuda, sin determinar previamente algunos parámetros fiables sobre los que sostener tal afirmación. Pero aun así, resulta evidente que, alrededor de este escalafón superior de desarrollo estamos empezando a reflexionar, para intentar comprender qué pasa en este mundo global en el que habitan primaveras árabes de incierto recorrido, movimientos sociales regenerativos y nuevas potencias emergentes. Así como una persistente crisis que ha puesto en solfa los principales cimientos del crecimiento económico contemporáneo: los mercados, las instituciones financieras y la gestión compartida del progreso entre poderes políticos y económicos.

Sí se podría defender, eso sí, que la globalización diseñada durante los últimos años del siglo pasado como un modelo de sociedad internacional, culturalmente plural y abierta a la entrada de nuevos países en la senda del libre mercado, la democracia occidental y los derechos humanos, ha tomado una dirección diferente de la prevista entonces y, en cualquier caso, más especulativa. De hecho, es razonable llegar a plantear que en este proceso deconstructivo, la hegemonía atlántica, el liderazgo económico y la institucionalización del orden internacional pasan por momentos críticos. Profundamente y radicalmente críticos. Merece pues las pena detenernos en tal punto.

Los más optimistas pudiéramos pensar que en los últimos tres años la Administración Obama ha conseguido poner fin a la guerra contra el terrorismo con notable éxito y orientar un escenario de seguridad diferente. Se ha eliminado a los principales dirigentes de Al Qaeda y desmantelado parte de su capacidad operativa. Se están apoyando las protestas de las sociedades árabes y forzando un nuevo proceso de diálogo en el conflicto palestino-israelí. Y además, se ha completado la caída de líderes y regímenes que, como los de Sadam Husein y Gadafi, significaban una peligrosa reminiscencia de algunos paradigmas de la estabilidad en el siglo XX, como el control del petróleo o la externalización de la seguridad, aún con el apoyo de dictaduras agresivas.

Pero por desgracia, es más que probable que la situación no permita entonar el “misión cumplida” al joven Presidente norteamericano en el Capitolio de la reelección del año próximo. Los pronósticos de muchos expertos auguran turbios enfrentamientos en un Irak y un Afganistán desmilitarizados, en una Siria en fase de pre-conflicto civil, o en otros estados islámicos marcados, bien por la incertidumbre sobre los procesos postrevolucionarios, o bien por la emergencia del efecto dominó de las reivindicaciones ciudadanas. Además, la propia incertidumbre pudiera considerarse como un valioso aliado para quienes desde Tel Aviv, Gaza o Teherán, pretendieran entorpecer el complejo camino hacia la paz.

Con todo y con eso, la inestabilidad política en Oriente Medio nunca hubiera significado una amenaza civilizatoria si de entre los escombros de tantas décadas de enfrentamientos no renaciera la idea de que los modelos de soberanía, de gestión de los recursos y las estructuras de poder en la región pudieran hallarse al borde del agotamiento. Civilizatorio o modestamente estructural, resulta incuestionable que el cambio existe y se manifiesta y prolifera en regiones específicas, pero también de manera global. Afecta a estados, organismos y polos de influencia. Y probablemente también esté provocando el cambio integral del ser humano en su relación con el poder, en su relación con los otros y en su interés por el progreso y la comunicación como elemento instrumental y activador de ese proceso de transformación. La primavera árabe así lo ha certificado.

Todavía resulta más evidente, que la idea de una Europa integrada en torno a las instituciones de la Unión Europea proyecta delicadas perspectivas sobre la viabilidad de su gobernabilidad y, lo que aún es más inquietante, sobre la validez de los principios que han inspirado el proyecto. Entre los más destacables: la equidad democrática en las decisiones; el compromiso con la solidaridad y la progresiva regularización de lo común. La Europa de los 27 ha causado baja, presionada por la deuda, los intereses nacionales de sus miembros y la ofensiva de unos mercados inexplicables, ingobernables y enteramente insolidarios con la original idea europea. Y abundando en el planteamiento, podría decirse de igual manera que el atlantismo triunfante en la segunda mitad el siglo XX, heredero de las revoluciones liberales contemporáneas y del humanismo cristiano moderno, se ha fracturado en sus dos orillas y que ya no es capaz de alumbrar ninguna globalización sostenible ni de impulsar ninguna alianza innovadora.

La crisis de quienes han inspirado la sociedad global que hoy conocemos, ha desatado a su vez las oportunidades de los nuevos actores generados por el renovado paradigma. Las potencias hasta hace días emergentes, se han “desclasificado” y convergen ahora en un objetivo común de revisión de esferas de influencia y de patrones monetarios clásicos. Rusia, China, India y Brasil ya no generan riesgos, los reducen. Ya no reciben préstamos, los conceden. Turquía, Suráfrica y pronto otras potencias, ahora emergentes, empiezan a desempeñar un rol activo en tareas reservadas a las potencias tradicionales como la injerencia en asuntos considerados como internos, la cooperación regional, los acuerdos de defensa multilateral y tantos otros.

El acuerdo de libre comercio SAFTA (South Asian Association for Regional Co-operation Free Trade Agreement), impulsado por La India en 2008, el acuerdo de libre comercio entre China y los países del ASEAN de 2010, o la propia Organización de Cooperación de Shangai liderada por China y Rusia y con un creciente contenido en materia militar, son claros ejemplos de la nueva dinámica internacional. Como lo son las iniciativas BISA, BRIC y BASIC que agrupan a diferentes potencias emergentes en reuniones previas a las cumbres de la OMC, el G20 y la Conferencia de Copenhague con el objetivo de coordinar posiciones comunes. A nadie puede extrañar por tanto que en un reciente Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Brasil y Suráfrica se alinearan con el voto negativo de rusos y chinos en relación a la propuesta de sanciones contra el régimen sirio.

La sucesión de acontecimientos y fenómenos está produciendo una evidente transformación mundial del entorno político, una evidente transformación de los hábitos de comportamiento social y una evidente ansiedad por discernir su efecto inminente. A pesar de ello, el conjunto de la sociedad no es capaz aún de explicar con exactitud qué es lo que está cambiando más allá de determinadas tecnologías digitales, de los perfiles de algunos líderes y emprendedores, y de la jerarquía tradicional de actores y valores que nos permitía distinguir hasta ahora entre estados y ciudadanos libres, iguales y moralmente definidos de aquellos otros carentes de alguna de estas condiciones. Pero lo evidente, aun siéndolo, no es fácil de percibir. Y una vez percibido, es muy difícil de evidenciar.

                                               José María Peredo Pombo

 

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Publicaciones de la redacción del observatorio.

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