Las fronteras de Europa describen la historia como una metáfora de un espacio común y diverso recorrido por calzadas y ríos, por comerciantes, cuestores, frailes e ilustrados, en carros, barcazas y trenes. Las mismas fronteras representan las barreras que impiden la entrada al bárbaro y al inmigrante. Las mismas barreras derruidas por los carros de combate y el ruido del paso atronador de los ejércitos de ocupación. El tránsito de una sociedad derrotada por el odio y de una Europa en guerra, hacia otra Europa reconstruida, libre y solidaria.
La frontera entre las dos Irlandas, la británica del Norte y la católica y republicana Irlanda, se abrió en 1998 con el Acuerdo de Viernes Santo. Después de un cruento conflicto religioso y político, con el Ejército inglés en las calles del Ulster y el IRA en las alcantarillas del terrorismo. Una Irlanda del Norte atroz en el seno de una Comunidad Europea que había conseguido cerrar las heridas de las guerras mundiales mediante el comercio, las instituciones comunes y el proyecto de una unión política.
El Tratado de Roma había creado en 1957 las Comunidades Europeas. Para iniciar la construcción de un mercado común entre los 6 países firmantes del Tratado. El Reino Unido e Irlanda no estaban entre ellos. Los ingleses no creían en ese momento en una organización de integración política. Los productos de las antiguas colonias entraban sin trabas en las islas y no necesitaban un aval en una Europa dependiente aún del crédito americano. Pensaban que el marco institucional paralelo de la EFTA, podría impulsar una organización europea basada en la cooperación y no en la supranacionalidad. El tiempo les quitó la razón y en 1973 entraron en las Comunidades aunque intentando mantener una distancia soberana y privilegiada, con partidas a la carta como el cheque británico de Margaret Thatcher. Los irlandeses quisieron ser igual de europeos que el resto y también se incorporaron.
En los años 80, la entrada de los países del sur en la Europa de las libertades, una vez superadas las últimas dictaduras militares, consolidó la exigencia comunitaria de desarrollar sistemas democráticos para optar a ser miembro de una organización que se convertía entonces en un modelo internacional de superación de los conflictos y las diferencias mediante el progreso social, político y económico. La caída del Muro de Berlín y Maastrich evidenció definitivamente la extraordinaria fuerza de la gran idea de Europa, que había calado dentro y fuera de la organización y avanzaba hacia el Centro y el Este del continente.
Solamente los nostálgicos de Lenin y los más necios de los nacionalistas y los populistas, tan cercanos ahora en los sillones más críticos del Parlamento Europeo, se han mantenido ajenos a tan extraordinaria evidencia. Ni los conservadores escépticos británicos pensaron nunca que el Brexit fuera nada más que una fórmula para abundar en las particularidades de las islas. Pero la crisis, la parálisis institucional y quién sabe si el cansancio de la paz, que agota a los europeos en ciertos momentos de la historia, inclinó la balanza del referéndum británico hacia las opciones menos convenientes para el futuro, los mercados y la estabilidad.
Vienen tiempos difíciles. Lo ha dicho Theresa May. Tiempos en los que las heridas de la historia están más abiertas que ayer, y las fronteras del mañana más cerradas que en los últimos 45 años. Avisados quedan los navegantes que coquetean con las sirenas de un mundo mejor, fuera de un proyecto político tan avanzado y joven como la Unión Europea. Llega la hora decisiva de negociar desde las libertades y la ley con los aliados europeos de las islas. Conscientes todos de que el objetivo común es seguir construyendo un proyecto europeo, necesario, sostenible, global y sin fronteras.