La Historia no se repite porque las personas son diferentes y las voluntades y valores en cada periodo reflejan distintas aspiraciones. Pero la geopolítica es recurrente. Porque el poder y la geografía suelen reincidir en las mismas limitaciones. En 2017 se cumple el centenario de la revolución bolchevique en Rusia y la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Dos hechos históricos que representan la disrupción y el cambio en las relaciones internacionales del siglo pasado y el principio del fin del orden mundial, hasta entonces construido sobre el liderazgo europeo y el equilibrio político bismarkiano.
La sociedad de potencias imperiales llegaba a su fin en 1918 tras la Paz de Versalles y los 14 Puntos del Presidente Wilson. Los Estados Unidos hacían su primera entrada en el concierto internacional y la Unión Soviética iniciaba un doloroso proceso de materialización de la utopía comunista sobre el vasto territorio ruso. Se deshacían los imperios austro – húngaro y otomano y los aliados europeos quedaban al frente de un orden internacional incierto, e incontrolable para las democracias victoriosas, debilitadas tanto dentro como fuera de sus fronteras.
El factor geopolítico mueve a los especialistas en Relaciones Internacionales a buscar similitudes en la historia que ayuden a predecir el futuro de los acontecimientos. Y a establecer una categorización de países dominantes en función del comportamiento pasado de los estados y sus dirigentes. Henry Kissinger (“On China”) explica la creciente influencia de China comparándola con la emergencia de Alemania en el último tercio del siglo XIX. Joseph Nye (“La paradoja del poder norteamericano”) interpreta el poder de Estados Unidos comparándolo con la supremacía naval y cultural británica. La crisis de las democracias europeas en la actualidad es percibida como un reflejo de la debilidad económica y política de la Europa de entreguerras.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos abre la posibilidad de que la política exterior americana gire bruscamente hacia posiciones más aislacionistas que no den continuidad al esfuerzo globalizador de la Administración Obama en materia comercial y medioambiental y pongan fin a los Tratados de Libre Comercio con Asia y la Unión Europea y el Acuerdo del Clima de París. Tendencias que permitirían establecer algún paralelismo con la doctrina aislacionista y ultraliberal de las presidencias republicanas de los felices años 20, que abandonaron la senda internacionalista de Wilson impidiendo, junto al Senado, el ingreso de Estados Unidos en la Sociedad de Naciones.
Las causas de la Gran Guerra fueron complejas y difíciles de explicar. Pero las consecuencias resultan comprensibles y aleccionadoras. El debilitamiento de las democracias dio alas a los partidos y movimientos antisistema. La indefinición del orden mundial de posguerra alentó nacionalismos y reivindicaciones independentistas. Los regímenes dictatoriales impulsaron políticas expansionistas y realineamientos ideológicos. La recesión económica generó pesimismo social y desesperación. La Segunda Guerra Mundial estaba servida para la historia.
Tras cuatro años de conflicto, 2017 puede ser el año de la paz en Siria. Rusia y Estados Unidos tienen la responsabilidad de alcanzar un marco de reconstrucción y estabilización en la región. Una salida en falso de la dramática guerra podría dejar el campo abierto a los promotores del caos, para que continúen sembrando el desconcierto en su escalada terrorista con la aspiración de lograr un nuevo orden en Oriente Medio que no respete fronteras ni minorías, y que rinda pleitesía a un utópico califato o a una potencia regional real.
Distintas voces críticas en la actualidad señalan a la globalización como el fenómeno causante de los populismos, las protestas sociales, las guerras y las miserias de la crisis. Pero la globalización representa el espíritu del progreso en nuestros días y profundizar en su conocimiento es el camino para revitalizar y redefinir la gobernanza mundial. El legítimo tránsito democrático en Estado Unidos no puede derivar en una pérdida del liderazgo en el proceso globalizador. Las potencias globales de nuestra época están obligadas a crear unos marcos estables de seguridad y convivencia, basados en valores compartidos que reconozcan la diversidad, amparen los derechos y fortalezcan las libertades.
El equilibrio de intereses ordenado desde instituciones y tratados internacionales y abierto a la participación de empresas y organizaciones sociales es la respuesta a la crisis con la que Donald Trump se ha topado en su voluntad de convertirse en Presidente del país más determinante del mundo. Sin tener la menor idea de que esa aspiración no pasaba por construir un muro en la frontera con México. Sino por empezar a establecer paralelismos con la personalidad y las decisiones de líderes como Bismark, Wilson, Reagan o Gorbachov. El primer paso para Trump consiste en rodearse de un buen equipo. El segundo, en 2017, ser consciente de su responsabilidad.
José María Peredo Pombo, Catedrático de Comunicación y Política Internacional. Universidad Europea de Madrid