Cada cuatro años la campaña presidencial norteamericana supone un test sobre la vitalidad de la democracia. Dentro de Estados Unidos los ciudadanos se sitúan ante el espejo y piensan, de alguna manera, en qué estado se encuentran los valores de su sociedad, cómo avanza la economía, cómo está la confianza en las instituciones que les han permitido progresar durante más de un siglo entre guerras y conflictos sociales hasta convertirse en la referencia del mundo libre. Si el sistema político heredado de sus padres y sus antepasados, de sus fundadores, es hoy más consistente, más justo, más fuerte. Si la cesión de la soberanía que hacen durante un periodo de cuatro años a una administración elegida democráticamente ha sido respondida desde el compromiso fiduciario del presidente devolviendo al pueblo americano una sociedad más libre y respetuosa con los principios, derechos y obligaciones que la conforman. Para muchos millones de americanos, a pesar de la pandemia y de la crisis social y económica, el país está mejor de cómo lo encontró el presidente Trump. Para otros millones de ciudadanos, unos pocos más según las encuestas, el país está mucho peor y no solamente por motivo de la pandemia y sus consecuencias sino por culpa de una presidencia atípica y cuando menos desconcertante. Y, finalmente, para otros muchos miles y miles de indecisos, los más decisivos en los battleground states, cuando solo faltan 60 días para las elecciones, la respuesta aún no está clara.
El mandato del 45º presidente de Estados Unidos ha girado en torno a la figura de Donald Trump como pocas veces lo ha hecho tanto en torno a la personalidad, comportamiento y decisiones de la persona que encarna la institución presidencial. La precampaña que ha tenido lugar hasta las Convenciones Demócrata y Republicana de este mes de agosto también se ha centrado como en pocas ocasiones en el presidente. Pocas elecciones se han polarizado tanto alrededor de la figura del presidente, o en las que uno de los motivos de la polarización de la sociedad y la política sea, en este caso, el propio Donald Trump: impeachment; manifestaciones frente a la Casa Blanca, grupos de activistas pro y anti -Trump…
En episodios recientes de activismo, como el generado a partir del Tea Party, el movimiento entonces no tenía un liderazgo claro y su objetivo no era tanto Barack Obama sino la oposición a una serie de políticas de su Presidencia: impuestos, disputas culturales, sanidad. El propio Obama no representó el liderazgo de una minoría concreta, sino que asumió su aurea presidencial en las elecciones para su segundo mandato. Bush no fue el objetivo del rechazo final contra la guerra de Irak. Clinton, acosado por su comportamiento personal, no se presentaba a las elecciones de 2000, aunque su proceso enturbiara la campaña de Al Gore. Habría que remontarse a los años de Vietnam y el Watergate para encontrar una presión pública y de los medios de comunicación semejante, pero Nixon no se presentaba a las elecciones cuando dimitió.
Donald Trump ha sabido aglutinar desde 2016 la atención de la opinión pública en torno a su persona. Se diría que su estrategia de comunicación política ha llegado al momento decisivo de su vigencia. La democracia americana, la más antigua y prolongada expresión democrática de la contemporaneidad, la más influyente y determinante, gira ahora y durante los próximos 60 días sobre la esfera de un personaje que no ha conseguido reducir las incertidumbres de un país y un mundo que coinciden de momento tan solo en su alarmante complejidad. La creciente expansión del coronavirus ha terminado de alimentar lo incierto y alentar las dudas en Estados Unidos y en la sociedad internacional.
La otra figura electoral en este sistema mayoritario, en esta pugna entre dos donde el que gane se lo lleva todo, la del candidato demócrata Joe Biden, dos veces vicepresidente, liberal, con experiencia en la política exterior y en Washington, aparece también como una alternativa incierta. Quizá confiando en que un perfil bajo en la precampaña permitiría que el deterioro del presidente hiciera innecesario el debate político extremo en las elecciones de 2020, el moderado y entrado en años Biden ha visto como las últimas encuestas y las bolsas advierten del nuevo impulso que toma la campaña en los dos meses finales. Sus certezas pasan hoy por ser consciente no solo de que tiene casi a medio país a su favor, sino de que una parte del otro casi medio necesita un proyecto solvente, creíble y sostenible para que los votantes de manera individual le cedan la soberanía para el ejercicio del poder en los siguientes cuatro años. Un proyecto que intente recomponer en el exterior algunas alianzas y estrategias multilaterales, pero en un mundo que no es como el de 2008 ni como el de 2012. Ahora, el proyecto de Biden tiene que ser consciente de la dimensión y los proyectos de las grandes potencias con China a la cabeza, de los cambios en Oriente Medio, donde Estados Unidos ya no está apenas desplegado en busca de energía y democracia, así como de las necesidades de los países emergentes y las debilidades de sus socios democráticos para los que Estados Unidos representaba un modelo de convivencia, de respeto por las instituciones, de fomento de las libertades y de progreso.
José Mª Peredo, Catedrático de Comunicación y Política Internacional