Triunfó. El discurso del populismo agresivo y la provocación emocional. Las críticas al sistema democrático. A las instituciones. A los políticos tradicionales. Caló en un electorado asqueado de no votar a los de siempre y en una parte de la sociedad aún deprimida por los efectos de la recesión. Donald Trump venció por un estrecho margen en los estados decisivos de Pensilvania, Carolina del Norte, Wisconsin y Michigan y se ha convertido en el 45 Presidente de Estados Unidos.
Si la elección presidencial representa un momento estelar para el sistema político norteamericano, la campaña de 2016 ha significado uno de los momentos más decepcionantes para la democracia. La mitad de los votantes de la potencia más importante del mundo se ha visto sensibilizada y comprometida con los mensajes de Donald Trump. Contrarios a avanzar en las relaciones comerciales globales; favorables a rechazar a minorías y flujos de personas y críticos con las instituciones internacionales que lideran desde hace décadas el progreso del mundo libre.
Con aquel lejano y esperanzador “yes, we can”, el joven senador Obama consiguió inspirar un viento de optimismo a un país que se desprendía por el abismo de la crisis económica tras ver cómo se había deteriorado su imagen internacional en regiones estratégicas y en conflicto. La campaña de 2008 sirvió entonces para impulsar un proyecto de cambio a una sociedad dubitativa y cansada de los excesos y la propaganda neoconservadora. En 2016, la triste y áspera disputa de Hillary y Trump no ha conseguido sembrar nada más que inquinas y recelos para el futuro.
La virulencia de una campaña corrosiva y el amargo final de un resultado marcado por la desunión, ha terminado por sacudir a ambos partidos. Los demócratas pierden la Presidencia y no recuperan el Congreso. Y los republicanos más tradicionales mantienen el Congreso después de haberse alejado de un outsider que se ha convertido en presidente delante de sus narices. Si los partidos tradicionales no toman buena nota del clima de opinión que el fenómeno Trump ha revelado en Estados Unidos, el debilitamiento de la democracia americana frente a los actores hostiles y los rivales políticos exteriores será un hecho en el próximo mandato presidencial.
En un mundo abierto y global donde las guerras entre potencias no son viables, de momento, y las rivalidades se solucionan mediante estrategias de poder blando y de alianzas cambiantes, la influencia y la acción de los principales actores internacionales está determinada por su capacidad de generar una imagen solvente, fiable, potente y sostenible. Las relaciones internacionales del pasado se han construido desde la disuasión, el poder duro y el poder económico. Las del futuro inminente, se construirán sobre la base de la confianza. El Presidente Donald Trump tendrá que trabajar, con la colaboración del Congreso, en recuperar el respeto a las instituciones existentes y en la creación de nuevos marcos de gobernanza global. El aislamiento americano no es admisible como no lo fue la doctrina intervencionista unilateral de los gobiernos de Bush Jr., que se quemaron en las llamas de su voluntad hegemónica.
La crisis de confianza que ha generado Estados Unidos en estas elecciones debe de ser inmediatamente corregida por unas decisiones políticas que devuelvan a los americanos a la senda del liderazgo internacional. Tras los primeros años neoconservadores y el bandazo posterior de los gobiernos de Obama hacia la reconquista del crecimiento económico y el impulso globalizador, la administración Trump no puede caer en el aislacionismo y la disrupción interna. La nueva presidencia debe construir una estrategia de globalización adaptada a la segunda etapa del siglo XXI. En ella, la democracia tiene que situarse en el centro de los valores globales. Abandonando la impunidad de la inclemente lacra de la corrupción y la dependencia política y las interferencias del gran capital. Una política más limpia para una sociedad manifiestamente desencantada que no quiere un futuro que recuerde al pasado sino un presente esperanzador.
José Mª Peredo es Catedrático de Comunicación y Política Internacional