Alexis de Tocqueville, aristócrata y liberal, partió hacia América en tiempos de la convulsión europea de 1830. Preocupado por encontrar una fórmula política moderada y renovadora que mitigara los excesos del radicalismo revolucionario y venciera el inmovilismo de los restauradores, desembarcó en Nueva York, viajó al Canadá y a los Grandes Lagos y recorrió los territorios fronterizos y del Sur de Estados Unidos.
Aunque el objetivo de su viaje era el de estudiar el sistema penitenciario del nuevo país, habló con juristas, agricultores y emprendedores y encontró en sus palabras una manera distinta de comprender el progreso y la política que se fundamentaba en la igualdad de todos ellos ante la ley, en los equilibrios de un sistema constitucional dinámico e innovador, y en el compromiso de los americanos con la joven democracia, en la cual, desde la presidencia de Andrew Jackson, los trabajadores podían votar. Al regresar, publicó La democracia en América en 1835, para explicar al viejo continente que la idea de una sociedad de ciudadanos libres e iguales ante la ley no sólo era deseable, sino que además era a partir de entonces una realidad definitivamente posible.
Después de un meticuloso recuento de votos, lento y transparente, Joe Biden, el candidato moderado y liberal del Partido Demócrata, de origen trabajador y no aristocrático, ha obtenido la mayoría en el estado de Pensilvania y celebra la victoria. Cuando el resto de los estados termine de contar los votos, y a pesar de que puedan producirse algunas reclamaciones y recuentos adicionales, tal y como contemplan legítimamente las leyes de la democracia, Biden se convertirá en el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos.
En unas elecciones que han puesto de manifiesto la polarización de la sociedad norteamericana. Pero también el sentido democrático de la gran mayoría de los votantes que han sabido adaptarse a los condicionantes de la pandemia y han ejercido su derecho a elegir a sus representantes de manera ordenada en una masiva participación. La gran vencedora de estos históricos comicios de 2020 ha sido la democracia.
El presidente Donald Trump, víctima de su propia personalidad provocadora y nada institucional, ha cerrado con un broche roñoso los últimos días de un mandato que hasta la llegada del coronavirus había conseguido sacar adelante gracias a la solvencia de las cifras económicas y a su capacidad de asimilación de las nuevas tendencias en política exterior. Pero su mensaje de hacer grande a América situándola como único propósito y sin contar con los aliados tradicionales; sus intentos de debilitar la credibilidad de algunas instituciones y principios constitucionales cuando no le eran favorables y su desastrosa gestión de la pandemia, han terminado por movilizar a los americanos que, por encima de los 70 millones, han dicho no al populismo y sí a la democracia liberal.
Otros muchos millones de votantes, así como líderes republicanos, medios de comunicación y la opinión pública internacional se ha manifestado con claridad a favor del respeto del orden constitucional, de la legitimidad y de las leyes que, desde tiempos de Tocqueville, representan el mejor exponente del liderazgo norteamericano en el mundo.
Joe Biden ha pronunciado las primeras palabras conciliadoras para presentarse como presidente de todos los americanos.
Pero en su toma de posesión frente al Capitolio en enero, el líder demócrata y la primera vicepresidenta Kamala Harris, tendrán que considerar que la inmensa mayoría de ciudadanos en Estados Unidos, rechazan la violencia entre minorías, respetan los símbolos y los principios constitucionales, comparten una misma sociedad democrática aunque tengan distintas orientaciones ideológicas y rechazan de igual manera las propuestas populistas irracionales y las ideas progresistas radicales tal y como las primarias del Partido Demócrata demostraron.
Los activistas radicales, que pretendieron durante la precampaña derribar incluso la estatua del presidente Jackson, valedor del voto de los trabajadores en 1830, pueden tener cabida como ciudadanos en la sociedad abierta que anuncia Joe Biden, pero no en una administración liberal que tiene el reto de reactivar la economía y de volver a orientar a la sociedad internacional hacia un horizonte más libre, inclusivo y democrático.
El difunto John MaCain, candidato republicano en 2008 reconoció su derrota frente a Barack Obama de manera legítima y elegante. Compartió con Joe Biden innumerables momentos en el Senado de los Estados Unidos para firmar desde el centro político acuerdos que fortalecieran los valores del mundo libre y los intereses norteamericanos. Los dos grandes partidos, demócrata y republicano, tienen la responsabilidad de encontrar el camino del equilibrio institucional, de la reducción de la incertidumbre y la polarización y del progreso económico.
“Los grandes partidos transforman a la sociedad, los pequeños la agitan. Se exaltan e irritan sin motivo. Su lenguaje es violento, pero su andar es tímido e incierto. Los medios que emplean son miserables, como la meta misma que se proponen”, escribió Alexis de Tocqueville al regresar de América. Para que Europa se enterara bien de quiénes eran entonces y ahora los enemigos de la libertad.
José Mª Peredo, Catedrático de Comunicación y Política Internacional