Ya lo dijo el filósofo de lo absurdo: “Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”. Albert Camus criticaba la exclusividad de la que pecan las ideologías nacionalistas, y la enorme injusticia que los patriotismos cometen contra culturas ajenas: prejuzgándolas, sacralizando la comunidad nacional en menosprecio de la ajena.
No es más que una fuente de subjetividades, una nube de emocionalidad nada conveniente en política –terreno que debe pertenecer a la abstracción-. Los nacionalismos sólo son emociones que sirven como refugio para la inseguridad que genera el individualismo exacerbado y estrictamente creciente que es la lacra de la sociedad actual; generan únicamente victimismos ante los pecados históricos de que los patriotas son víctimas, regodeándose en una auto cosificación ante la no asunción de la responsabilidad de su propia memoria histórica.
Y sucede precisamente por no admitir lo inmoral de nuestra trayectoria, que en países como España surgen formaciones políticas como Vox, con planteamientos dentro de su programa que proponen derogar la Ley de Memoria Histórica y devolver así a la simbología franquista el carácter glorioso que se le atribuía durante la dictadura. Planteamientos que promueven un discurso del odio, para construir un nacionalismo en base a la exaltación de lo canónico y a la exclusión de aquello que, por apuntar a la libertad, resulta vertiginoso.
Y es que mirar al pasado desde la subjetividad, no otorga la racionalidad para afrontar el futuro.
Si bien creamos identidad por oposición a caracteres estereotípicos de culturas ajenas, un nacionalismo frenético supone abanderar la violencia en defensa de los valores propios; supone una actitud defensiva basada en discursos dogmáticos, y la justificación de todo tipo de acciones en nombre de dichos ideales, nacidos de un complejo de inferioridad a su vez disfrazado de un narcisismo hipócrita.
Y como el todo es mayor a la suma de las partes, la masa alberga aún más problemas que todos y cada uno de sus integrantes. La deshumanización de lo ignorado se extiende como una epidemia fatídica; la baja autoestima colectiva se traduce en un etnocentrismo más bárbaro que el blanco al que ha sido lanzado el dardo.
Si bien debiéramos evitar sumergirnos en un relativismo cultural tan dogmático como su opuesto, sería interesante plantearnos hasta qué punto suponemos nuestros cimientos más válidos que los de esos teóricos extraterrestres.
Marina Alcázar