José Mª Peredo es Catedrático de Comunicación y Política Internacional
Sin aliento, George Floyd no encontró el aire de los respiradores ni la ayuda de los sanitarios ante la muerte, sino la brutalidad. No falleció a causa de un desconocido microrganismo, sino como consecuencia de un virus que ataca a la sociedad norteamericana en su raíz, la discriminación racial. Durante los siete minutos que estuvo recordando a su madre y suplicando por su vida, no pudo imaginar que el mundo no iba a tolerar un minuto más de odio. Pero la realidad que ha sucedido a su espantosa agonía es la de una manifestación mundial, pacífica y firme en contra de cualquier exceso racista, autoritario o inhumano. La muerte en Minneapolis de George Floyd ha despertado al mundo libre de su letargo para que los dirigentes vean que hay diferencias insalvables entre soportar la pobreza, el dolor y la muerte, y tolerar la injusticia y el desprecio por la vida.
Los incendios, la violencia y los saqueos en Estados Unidos, que recuerdan los peores momentos de la historia de la lucha por los derechos civiles en los años 60 del pasado siglo, se han desatado durante siete largas noches por todo el país. Una minoría radical y exaltada se ha hecho presente entre los llantos de una sociedad herida por el confinamiento y el fallecimiento de más de 100.000 compatriotas y ahora por la agonía de un afroamericano, víctima de un exceso policial. El presidente Trump les ha denominado terroristas. No lo son. Porque manifestarse esporádicamente contra el poder no es un acto terrorista. Tampoco son antifascistas, aunque se empeñen, porque los comercios, las calles, las instituciones democráticas y las fuerzas de seguridad en una sociedad libre como la norteamericana no son fascistas. Se pongan como se pongan los antisistema, los denominados antiglobalización de hace unas décadas, o los radicales de entre los chalecos amarillos de hace pocos meses.
Pero siendo muy graves los sucesos en un momento de especial debilidad de la sociedad y la economía americana, los actos violentos no son lo más importante de este lamentable hecho. La reacción de los miles de americanos, blancos y de otras minorías protestando contra la violencia policial contra los afroamericanos ha puesto a la Administración Trump contra las cuerdas después de meses de lucha errática frente a la pandemia y de años de polarización. Ahora se ha verbalizado en las demandas y manifestaciones en las ciudades de Estados Unidos que el modelo político de enfrentamiento entre ideologías y minorías tiene los días contados. Que el discurso del odio al que se refirió Angela Merkel recientemente en una brillante intervención debe de encogerse con recursos legales que impidan su expansión en las redes sociales, que llaman fascistas a los símbolos democráticos y criminales a los manifestantes pacíficos que han hecho su aparición en las grandes ciudades europeas y de todo el mundo. No para destruir la sociedad democrática norteamericana, sino para fortalecer los derechos y libertades individuales y luchar contra la discriminación racial.
En los siete minutos que George Floyd estuvo agonizando bajo la rodilla de un violento agente de policía, quizá pudo pensar que su final no iba a ser olvidado. Pero difícilmente podría haber imaginado que, en un mundo confinado, temeroso y mal liderado, su muerte iba a agitar la bandera de la justicia y la democracia en tantas aceras grises.