Hace tres años, cuando se iniciaron las movilizaciones de la Primavera Árabe, Barack Obama calificó a la protesta como una “revolución genuina”. Para transmitir con ello un mensaje de moderado optimismo en torno a los acontecimientos que sobrevendrían en los meses siguientes. Pero las guerras y las rivalidades islámicas, también genuinas, han desatado el odio civil y religioso, segado miles de vidas y desplazado a centenares de miles de refugiados en Oriente Medio. El conflicto ha ejercido su poder de atracción entre los grupos radicales de asesinos que combaten al dictado del mejor pagador y del mejor agitador. La guerra de Libia, la fractura de la sociedad egipcia, el enfrentamiento en Siria y la represión en el Golfo son una parte del balance general del proceso donde la violencia, aun siendo asimétrica, ha resultado ser la principal protagonista.
Tampoco puede negarse que en estos largos meses de movilización social, los cimientos del orden tradicional en los países árabes se han agrietado. La caída de Gadafi, la salida del poder del corrupto sistema de Mubarak, el cambio de orientación del régimen iraní – atento observador del proceso y activista en el conflicto sirio -, o la Constitución tunecina aprobada tras el consenso de islamistas y liberales, son consecuencias políticas, todas ellas, que relatadas como una sucesión de hechos históricos pueden trasladar la idea de que en la región se ha iniciado una segunda transición hacia las libertades.
Pero a día de hoy, el argumento más importante para medir el éxito de la “primavera” pasa por la Cumbre de Ginebra II y por la salida de Al Asad del poder en Siria. Lo cual, además del fin de la histórica tiranía, podría transmitir una sensación de victoria de “la protesta árabe” contra una dictadura cruel que ha utilizado las armas y la tortura contra la población y que aspiraba a perpetuarse en el poder. Si ese final se produjera en los próximos meses, la última evaluación de los resultados volvería a El Cairo. Allí, la nueva cúpula militar en el gobierno deberá resolver el dilema de mantener las estructuras que vieron crecer al clan Mubarak y reproducir el mismo error, o por el contrario, iniciar la transición hacia una democracia con partidos, prensa, líderes y leyes civiles.
La segunda cuestión que se ha visto trastocada ha sido el equilibrio de influencias en la región. La modificación de la doctrina de defensa y seguridad americana, plasmada en discursos y acciones tan llamativas como la no intervención en Libia y la no aplicación de medidas coercitivas frente a los ataques químicos del ejército sirio, es el primer factor del cambio de influencias en la zona. Estados Unidos ha utilizado los sucesos árabes para hacer firme su nueva doctrina sobre el terreno de la praxis y para visualizar la estrategia a nivel global. De manera simultánea se ha producido un aumento del peso europeo en el norte de África y en la negociación del acuerdo de limitación del programa nuclear iraní. Ambos fenómenos no pueden calificarse como fenómenos paralelos porque los ritmos y los niveles de implicación dependen de cuestiones internas y de la evolución de la crisis económica en Europa y Estados Unidos. Pero sí puede hablarse de una recomposición de la estrategia occidental común que pasa en este momento por Cisjordania, Damasco y Teherán. Sin embargo, la potencia que ha alcanzado mayor presencia en los últimos meses ha sido Rusia. La gestión de la crisis de las armas químicas y el acuerdo con Irán puede atribuirse parcialmente a la acción diplomática rusa y a su intento de ejercer una influencia política en el área y de implementar proyectos energéticos.
La Primavera Árabe ha puesto también de manifiesto el acierto en la política de moderación de las dos democracias consolidadas en la zona: Israel y Turquía. Ambos países, por diferentes motivos, ven con buenos ojos la evolución de algunos regímenes anclados en la geopolítica del siglo pasado. A los conservadores israelíes las revueltas árabes les han oxigenado su imagen de bulldozers, además de haber conseguido descentralizar las causas de la violencia regional de su conflicto con los palestinos, argumento habitual de los radicales islámicos de cualquier procedencia. Para los turcos, la caída de Sadam Husein y del régimen sirio, de producirse, significa la flexibilidad de unas fronteras que convergen en su territorio. Y, por otro lado, el modelo integrador de su sistema democrático puede servir de inspiración para los grupos islamistas moderados en Oriente Medio.
A la vista de la evolución política parece aún temprano para establecer un juicio sobre el éxito de la nueva doctrina Obama basada en la negociación diplomática. Sin una Siria más libre y un Egipto más democrático será difícil que la memoria se haga eco del ya lejano discurso del Presidente Obama en El Cairo. En cualquier caso, la Primavera Árabe no puede ser considerada como una cuestión menor para la Administración americana, porque con unos resultados satisfactorios en la carpeta de John Kerry, el Partido Demócrata enfilaría la senda de la reelección con un proyecto global contrastado. De no ser así, la “primavera” será recordada como un fracaso, la diplomacia será identificada como una debilidad y el Smart Power pasará a la historia como un Ted Talk.
José María Peredo Pombo
Catedrático de Comunicación y Política Internacional
Universidad Europea de Madrid